VÍCTIMAS DE DELITO DE ODIO
En los delitos de odio, las víctimas son intencionalmente seleccionadas por motivo de intolerancia. Se les inflige un daño físico y emocional incalculable, se atemoriza a todo el colectivo y se amenaza la seguridad de todos los ciudadanos. Reconocer su existencia, implica señalar que un delito de odio puede ser cualquier delito realizado contra personas, colectivos sociales y/o sus bienes, cuando la víctima, los bienes o el objetivo del delito hayan sido seleccionados por prejuicios o animadversión a su condición social, por vinculación, pertenencia o relación con un grupo social definido por su origen nacional, étnico o racial, su idioma, color, religión, identidad, género, edad, discapacidad mental o física, orientación sexual, indigencia, enfermedad o cualquier otro factor heterófobo. Estos delitos envían a todos los miembros del grupo al que pertenece la víctima un potente mensaje de amenaza e intolerancia.
Expresa con acierto el Director de la ODIHR, Christian Strohal que “los delitos de odio representan la manifestación más insidiosa de intolerancia y discriminación, basada en la raza, el sexo, el lenguaje, la religión, la creencia, el origen nacional o social, la orientación sexual, la discapacidad o en otras materias similares. La expresión violenta de estos prejuicios puede tomar forma de agresión, asesinato, amenazas, o daños a la propiedad, como incendio, profanación o vandalismo. El término se utiliza aquí para abarcar las manifestaciones violentas de intolerancia y discriminación que dañan a los individuos, sus propiedades y el grupo con el que se identifican a sí mismos, ya sean musulmanes, judíos, inmigrantes africanos o árabes, roma, gay o lesbianas, o miembros de cualquier otro grupo.”
La víctima del delito de odio, especialmente de la violencia, ha padecido singularmente un significativo abandono. Nadie duda de que obtengan un juicio justo, pero tras la posible notoriedad del suceso, si es el caso, la víctima no sólo vive el abandono social a su suerte, sino que suele sufrir la estigmatización o etiquetamiento justificador de su desgracia, la soledad y falta de apoyo psicológico, la desinformación sobre el proceso seguido ante el crimen que padece, las múltiples presiones a las que se somete en el mismo e incluso, durante el juicio oral o en el revivir del drama padecido. Entendemos lógico reclamar una intervención positiva del Estado, cuya responsabilidad subsidiaria en una sociedad democrática es obviamente exigible de manera que sea restauradora, reparadora o al menos paliativa. No se alcanza a entender los avances, loables, que han tenido las víctimas del terrorismo y de la violencia de género, mientras que la víctima del delito de odio y discriminación carece de atención específica. Quizás esto sea una de las asignaturas pendientes que deba resolver la prometida por el Gobierno socialista Ley de Igualdad de Trato.
La víctima del crimen de odio, tras ser seleccionada por su agresor bien por su aspecto, ser negro o llevar rastas por ejemplo, por su ideología o creencias, como ser antifascista, musulmán o judío, por su origen nacional, ser inmigrante o refugiado, por su orientación sexual, como el caso de los gays, lesbianas o transexuales, condición de pobreza (los sin techo), por enfermedad o minusvalía o cualquier otra condición o circunstancia que al intolerante le lleve a negar la dignidad y derechos de estas personas, e incluso a considerar que son “vidas sin valor” en la más pura interpretación nazi de la existencia humana, conllevando su deseo de matarles o agredirles gravemente. La víctima no suele ser consciente de que está en peligro cuando está delante de su agresor o agresores. No suele defenderse. Puede no llegar a cruzar ni una sola palabra con sus atacantes. No es consciente de estar ante depredadores.
Tras la agresión si no es mortalmente irreversible, la víctima entra en un estado de shock ante el inexplicable ataque y busca cual es el origen del mismo, interiorizando bien una culpa, bien una impotencia generada por la imposibilidad de modificar su color de piel, su origen inmigrante, sus creencias, su orientación sexual o la condición social que le ha hecho ser seleccionada como objetivo de la intolerancia. Además suele quedar sola, sin que nadie le explique por qué ha sufrido un brutal ataque, circunstancia que estamos paliando desde las Oficinas de Atención de las víctimas del odio y la discriminación impulsadas por diversas ONG con el apoyo del Consejo Nacional del Igualdad de Trato y otros departamentos gubernativos. Luego llega un autentico calvario y una profunda marca vital, el miedo a volver a ser atacado. El miedo de la víctima, de su familia, de sus amigos, de su colectivo y la impotencia ante lo súbito, sorpresivo y aparentemente irracional. Pero no es verdad, estos ataques obedecen a una lógica muy meditada que dañan profundamente a la víctima y que dañan a las sociedades democráticas por el trabajo de demolición que realizan sobre la convivencia, además de la desconfianza que trasladan hacia las instituciones por no atajar estas agresiones. No se ataca directamente al Estado, se ataca a lo más vulnerable de una sociedad, sus gentes más débiles, e indirectamente se ataca a las instituciones democráticas por su falta de acción o eficacia en resolverlo.
La víctima y su familia quedan desorientadas. Si tiene circunstancias especiales como puede ser un inmigrante “sin papeles” le resulta muy difícil poner una denuncia de su agresión, incluso cuando se lo aconsejamos; la desconfianza en la policía y el miedo a ser deportado o ingresado en un CIES (Centro de internamiento especial) por el hecho de no tener papeles contribuyen a su negativa a formalizar denuncia y probablemente dirá que ha sufrido un accidente. También, aunque en menor escala, sucede con los que tienen papeles. Si es una persona agredida por su orientación sexual, también suele sufrir desconfianza, pues va tener que “salir del armario” y eso no a todos convence porque quiebra su privacidad. Lo mismo sucede con los “sin techo”, algunos lo han manifestado a los periodistas cuando les entrevistan porque luego vuelven a la calle y los “cabezas rapadas” salen por las noches a atacarles. Hay muchas víctimas que no denuncian, transexuales, musulmanes, cualquier persona que interprete que puede tener un riego adicional para su seguridad. Personalmente, en mi trabajo de atención a la víctima he vivido esa casuística, algunos vienen para que denunciemos nosotros porque ellos dicen que no pueden. No hay que olvidar que el miedo a las represalias siempre está presente porque les amenazan y si pueden lo llevan a la práctica. Muchas víctimas después de ir a la comisaría han retirado la denuncia por esas amenazas. Otras incluso se han marchado del país.
Desde una perspectiva humanitaria y democrática las reivindicaciones están abiertamente planteadas: una mayor y mejor atención de los poderes públicos a la víctima directa y sus familiares, unas mayores garantías procesales que eviten el desamparo y el maltrato, y la asunción de responsabilidades del Estado mejorando la cobertura indemnizatoria, sin discriminar frente a otros colectivos, algo que podría ser viable en la futura Ley Orgánica Integral contra los Delitos de Odio y que se debería, por justicia, extender a todas las víctimas de la intolerancia criminal y superar ese significativo abandono de la víctima del odio y la violencia con la fuerza, dignidad y el amparo de la Ley en un Estado democrático, social y de derecho.
Esteban Ibarra
Presidente de Movimiento contra la Intolerancia